martes, 20 de mayo de 2008

LA IRA


La ira es la manifestación emocionalmente violenta de la angustia, el miedo o la ansiedad. En otras ocasiones puede ser manifestación de la pérdida del control de una situación que queremos manejar o dirigir hacia otro desenlace.
En la mitología griega existían tres deidades a quienes se les llamaba “Erinias” o “Furias”.
Eran justas pero implacables y despiadadas. Las “hijas de la noche” eran Megera (vengadora de los celos); Tisífone (vengadora de los crímenes) y Alecto (siempre iracunda). Perseguían a los que obraban más sin poner atención a ningún atenuante. Tenían tan terrible apariencia, en sus cabezas. En lugar de cabellos tenían serpientes, perseguían a los malhechores y se metían en su cabeza hasta volverlos locos.

Con frecuencia escuchamos en los medios de comunicación de incidentes donde la ira causó que literalmente “la sangre llegara al río”.
La ira tiene dos corrientes de manifestación: la interna y la externa.
Las manifestaciones internas a menudo son desconocidas para el observador no entrenado, pero, suelen incluir pensamientos negativos, destructivos, agresivos, pensamientos defensivos exagerados y que en conjunto presentan un patrón reiterativo, es decir, que se repiten una y otra vez.
Como todas las emociones tienen una representación corporal se suele mostrar como tensión facial, tensión muscular, expresiones orales, dolor de cabeza o del área mandibular, dolor de espalda.
Las manifestaciones externas se presentan como el uso de palabras altisonantes o vulgares o interjecciones que denotan la alteración del estado anímico.
Los ademanes pueden tener la misma equivalencia en el lenguaje corporal.
Pueden producirse actos que se hacen repetitivos y nos programan a reaccionar con hábitos y conductas agresivas que llegan a los niveles de agresión psicológica, verbal y física.
La mayoría de las ocasiones se presenta una mezcla de estas dos vertientes de manifestación de la ira y la persona furiosa exterioriza sus pensamientos de manera verbal y conductas agresivas.
Las consecuencias son nefastas para el iracundo y su entorno. Se trastornan las relaciones conyugales, las relaciones y la estructura familiar. Este daño termina por inundar el ambiente laboral y el desempeño profesional del iracundo y lo degrada socialmente pues cuando el fruto de su ira se conoce puede ser rechazado socialmente.
Pero el cambio más importante se da mucho antes de estos daños a su entorno. Nos referimos a que la persona con un patrón de respuesta proclive a la ira, destruye la relación con su “propio yo” y se convierte en la primera víctima de su propia ira interior.
Su valoración de los sucesos diarios, aun aquellos que ocurren solo en su mente se altera y por tanto asume como primera opción de respuesta la ira, cerrando la posibilidad a los mecanismos de reacción constructivos y a la negociación.
Es por eso que vemos, después de hecho el daño, surgir las manifestaciones del arrepentimiento y las promesas de no volver a recaer en la ira desencadenada.
Vanas promesas pues en cuanto ocurre otro estímulo se vuelve a iniciar el ciclo de valoración errada del estímulo y la aparición automática de la conducta iracunda con los subsecuentes hechos negativos y violentos.
Es decir, estamos en presencia de una persona prisionera de sus propios automatismos.
Por Dr. Edgardo Gaitán
Fuente:prensa.com

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